viernes, 15 de marzo de 2013

¿Habemus colaborador?

Se oyen voces. El reclamo es que haya transparencia de parte de su nueva santidad Francisco (no que ande con una túnica de material transparente, sino que se adelante a sacar toda la documentación sobre sus vínculos con la dictadura argentina del general Jorge Rafael Videla). Los siempre malhumorados izquierdistas —incluso de la blogósfera yanqui— están al bate. Un texto mío a propósito de una relación análoga de cardenales-hijoeputas-militares golpistas se encuentra a continuación. No hay mala voluntad. Sólo que no le ocurra igual. El fragmento procede de La autobiografía de Fidel Castro y ha sido ligeramente readaptado para este blog. El lector debe entender que Fidel Castro lo narra en primera persona.

El cardenal Manuel Arteaga fue uno de los estandartes tempranos de la burguesía criolla en su combate contra la Revolución Cubana y se prestó a que circularan las primeras pastorales de la iglesia en mi contra y que se organizara un llamado Congreso Nacional Católico en noviembre de 1959 que en realidad era un bien concebido ensayo de rebelión urbana, válido como un ejercicio de conteo de fuerzas y muestreo de disponibilidad y una advertencia que nos lanzaban. Aunque su mensaje podía parecer muy confuso para los no advertidos, yo tomé las debidas precauciones. Afluyeron miles de católicos —de las provincias a La Habana—, que se albergaban en casas de otros miles de feligreses, todo bajo el control de los prelados y las iglesias de las barriadas, que entonces abundaban. También hicieron de los colegios e instituciones benéficas de su propiedad o que administraban un excelente uso de apoyo logístico. El programa elaborado comprendía que la Virgen de la Caridad del Cobre recorriera la isla. Para tal efecto hicieron un maratón de relevos, que, saliendo del Santuario del Cobre en Oriente y avanzando delante de la carroza con la efigie de la Virgen, miembros de la Juventud Católica y creyentes en general, se fueran pasando una antorcha que supuestamente identificaba sus anhelos contrarrevolucionarios. En fin, no se trataba de otra cosa que poner a competir la Virgen de la Caridad contra mí. Por lo menos el recorrido desde las afueras de Santiago de Cuba —donde radica el Santuario de El Cobre— hasta La Habana era el mismo de mi Caravana de la Libertad de once meses antes.

Al atardecer del 28 de noviembre, el maratón concluía en la explanada que se llamaba Plaza Cívica (pocos meses después rebautizada como Plaza de la Revolución) donde lograron reunir a unos 500.000 feligreses y donde se ofició una misa ante la venerada imagen. Al hacer su aparición la estatuilla de yeso, cargada en hombros por una escuadra de alucinados, los aplausos se hicieron sentir con fuerza en todo el ámbito de la Plaza Cívica. Fue este el momento en que mis compañeros comenzaron a mostrar su nerviosismo. Estábamos en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, ya perfectamente instalado en el antiguo Estado Mayor de la Marina de Guerra, y observamos los pormenores de la actividad en un par de televisores allí instalados. Raúl, el primero, quería pasarles los tanques por arriba. Su opinión era secundada por una docena de comandantes allí congregados. Tuve que llamarlos a la calma y a la reflexión. En primer lugar, ¿de qué tanques estábamos hablando? Era imprescindible extender la vida útil de los quince cacharros viejos que teníamos en el campamento de Managua, al suroeste de La Habana. ¿Y cómo querían hacer la masacre? ¿A la vista de todo el mundo y en presencia de las cámaras de televisión? Ellos no entendían. Esa es la clase de batalla que nunca uno se permite el reto de aceptar. Son batallas que se eluden porque además tú las ganas a posteriori, cuando las condiciones y el terreno te son enteramente favorables. Y eso ocurre cuando los coges después, uno por uno, solitos, en sus casas.

La clausura estaba programa para el día siguiente con una procesión a través de una céntrica avenida y terminando en el estadio de pelota, ante unos cuarenta mil miembros de la organización Acción Católica (ni yo mismo tengo idea de la cantidad de miembros de esa organización que fusilamos en los años siguientes). Hasta ese momento no tuvieron la cortesía de invitarme a ninguno de sus eventos. Pero les cogí la delantera en la avenida y me deslicé dentro del público y me puse al frente de la procesión. Había sacado de una gaveta todos los escapularios, cadenas y medallitas que yo llevaba colgados al cuello en la Sierra Maestra para recibir a los fotógrafos americanos y volví a mostrarme con ellos. Pero corrieron con suerte. O mejor dicho: su suerte radicó en la frialdad de mis cálculos. No hubo un solo sacerdote muerto en Cuba entonces ni lo ha habido como resultado de la violencia revolucionaria a lo largo de todo nuestro proceso. Hasta esa posibilidad del martirologio se las arrebaté. “No quiero un maricón de estos muertos —les dejé siempre bien claro a los oficiales que conducían los operativos o las manifestaciones callejeras contra las iglesias. Pueden matar hasta un monaguillo. Pero incluso éste fuera de la iglesia. Preferiblemente camino de su casa y en un barrio alejado”. Les digo una cosa. Ninguna obra de mayor precisión y de ejercicio de un esmerado control como el que exigen esas manifestaciones callejeras. Un solo detalle que se nos escapara, como por ejemplo, que algún civil portara inadvertidamente un arma de fuego y que en un momento de confrontación la extrajera y la usara, o que las turbas lograran romper las puertas, o las rejas, o las ventanas, e ingresasen en las edificaciones bajo sitio de su vocinglerío, ya estábamos avocados a la guerra civil. Casi todas las guerras civiles comienzan en una manifestación que se va de control. En este caso nuestra táctica era consistente y consecuente.

Así, pues, a los pocos días de ese fervor y posible incremento de ilusión clerical, en una de mis comparecencias por televisión, me propuse abordar el tema para, a su vez, liquidarlo. Recuerdo que le dije a Raúl al oído algo realmente grosero antes de sentarme frente a las cámaras. Lo voy a repetir aquí porque es un detalle de rigor histórico. Y aunque no creo que ni siquiera Raúl lo recuerde ahora, por lo que la historia podría pasárselas perfectamente sin la frase, yo no quiero dejar ningún cabo suelto, ni aún flotando en las nebulosas de un recuerdo con data de más de 50 años. Reitero mis excusas por la vulgaridad. Pero le dije a Raúl: “Al cardenal Arteaga lo voy a poner a cagar por la boca”. Yo sabía que tenía un cáncer en el recto y le habían practicado una colestomía. Mi declaración esa noche de que cientos de cheques de banco por valor de miles de pesos expedidos de puño y letra a nombre del cardenal Arteaga por el sanguinario dictador Fulgencio Batista estaban en nuestro poder y cuyas fotografías iban a ser publicadas a partir del día siguiente en el periódico Revolución provocaron una sucesión de obstrucciones intestinales y de deterioro del estado general de la salud del prelado. Coño. Qué desagradable tirada este párrafo. Pero así fueron las cosas.

Foto central: Fidel se presenta en la procesión y de inmediato se pone al frente de la marcha. Es más grande que Cristo y probablemente más apuesto. Por lo menos, no tan sufrido. Y olvídense de clavarlo por las manos. ¿Más grande que el Señor? Sí, según su propia y razonable pretensión. Al otro día, sin embargo, se mostrará quejumbroso por la televisión. Los organizadores del acto lo han ignorado, no anunciaron su presencia. “Y no es porque sea yo. Es porque yo soy el Primer Ministro del país”. Foto de abajo: El vejete es el cardenal Manuel Arteaga, ayudado a dar unos breves pasitos frente al público. ¿De qué forma va a competir con ese mozo de apenas 34 años recién cumplidos? No hay forma de que compita con él. Y cierto que no lo habrán anunciado, pero también él se va a mantener a una prudente distancia de Su Eminencia.


¡Uuyy! Cómo guardo material, fotos y todo, para Peligros de la memoria. Foto central y de abajo: Ernesto Fernández.