lunes, 20 de enero de 2014

Scorsese era un bobo

Digo yo, si se iba a comparar con nosotros. Pero nada personal. La historia es que yo había publicado un segundo reportaje sobre la mafia en Cuba. Viene, inevitable, una cacofonía. La mafia en Cuba en Cuba. La revista, quiero decir. Era mi segunda etapa en esa publicación y ya había abandonado toda esperanza de recuperar mis glorias como el más innovador de los periodistas revolucionarios. Era la etapa —a mediados y finales de los 70— que Aurelio Martínez, el director, creo que el sexto en la sucesión de directores desde el primer número de abril de 1962, tenía su concepción del periodismo. La revista tenía que ser como una bodega —tales sus palabras. O sea, a sus espaldas, en su despacho, los estantes repletos de reportajes que él escogía al saco para su publicación.
Nostalgia por anticipado en una dramática
dedicatoria de Wichi: Para mi socio Norberto
Fuentes, por esta ya larga hermandad

que solo acabará en la muerte.

Aurelio mullido en la silla giratoria pontificando sobre las bondades del almacenamiento, la silla giratoria que una vez ocupara Lisandro Otero y por lo cual nosotros, desalmados subordinados suyos, de Lisandro quiero decir, le dimos en llamar “Toro Sentado” —nunca levantaba el culo de aquella silla— pero que dirigió la mejor revista de la Revolución Cubana y me enseñaba, me prestaba libros, me ponía en el camino (como dicen los editores de The Paris Review, los escritores son como los gatos: desconfían de los demás gatos, pero son solícitos con los cachorros). En esa etapa de rehabilitación luego del caso Padilla, ganarse la vida no era tanto un imperativo como el de mantener una conducta de perfil bajo sostenido mientras yo terminaba el mamotreto de Hemingway en Cuba. Fue entonces que, al parecer, decidí plagiarme yo mismo, seguramente un mes de baja productividad, sin nada para abastecer la bodega de Aurelio. Revisaba mis viejos ejemplares de la revista cuando “Vía libre al sindicato del juego” apareció entre mis manos. El número de marzo de 1968. Todo me lo había dictado mi padre que, en mejores épocas para él, había llevado las relaciones públicas de Santos Traficante en La Habana. Marzo quiere decir que el viejo me lo dictó en febrero. Era mi norma de trabajo. “La mafia en Cuba”, publicado en agosto de 1979 tuvo un éxito inesperado. Cayó en manos de Luis Rogerio Nogueras, el inefable Wichi el Rojo. Decidió que íbamos a hacer esa película. Él tenía los contactos en el ICAIC. Tenía los directores. Y nos íbamos a buscar “UN PAQUETÓN DE PESOS”. Yo escribí la primera parte de lo que sería una escaleta con mi máquina Erika 30 de la República Democrática Alemana, que para mi asombro actual mantenía los tipos en perfecta alineación. Advierto que todo lo que cuento en esa media cuartilla responde a hechos reales. Wichi, con una máquina eléctrica —regalo de su madre Gloria, que vivía en Venezuela desde 1956—, empezó por atrás lo que iba a ser el guion, aunque con bastante animadversión por los amigos de los amigos. “Coño, Wichi”, yo le decía, “así no se puede hacer una película. Si vas a empezar por cogerle tirria a tus personajes”. “Tú no sabes de esto, Chop” —era una de las formas que tenía de llamarme: Chop—. Decía “Chop” y era como si un policía dijera Stop! Tú te detenías. “Pero, Wichi, tenerle mala voluntad a tus criaturas”. “Nada. Tú, sígueme. El mundo hablará de nosotros”. “Son los amigos de los amigos, Wichi”. “Ya verás, ya verás”. “Uno quiere a los amigos de los amigos, Wichi”. ”Verás, tú verás lo que es una película de mafiosos”. “Los quiere y los teme, Wichi”. “Chop”. “¿Tú no quieres oirme?” “Chop”. ”Sí, claro”. Chop. La pantalla se oscurece.



Una versión notablemente aumentada del texto se reserva para el libro en preparación Peligros de la memoria.